La
candente mañana de Febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una
imperiosa agonía (…) noté que las carteleras de fierro de la plaza Constitución
habían renovado no sé que aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues
comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella, y que ese
cambio era el primero de una serie infinita.
Así
comienza el cuento EL ALEPH, de Jorge Luis Borges. Para quienes nos gustan los
libros, hay veces que se hace inevitable hablar de Borges, que es también
hablar del universo, del vasto universo que siempre hace de las suyas. Y
también del tiempo. Qué hacemos con el tiempo, o qué hace el tiempo con
nosotros. O mejor dicho, cuales son las condiciones para que el tiempo aparezca
o desaparezca.
Este
cuento de Borges, El Aleph, cuenta sobre una escalera en el sótano de una casa
en la calle Garay, donde hay un Aleph. ¿Qué es un Aleph? un punto en el espacio
que contiene a todos los puntos. Un punto donde están, sin confundirse, todos
los lugares del planeta. El diámetro de ese punto es de dos o tres centímetros,
pero el espacio cósmico está ahí adentro. En el punto están el mar, el
amanecer, la tarde, las personas, todos los espejos del planeta y todas las hormigas
de la tierra. En resumen, en ese punto está el universo entero.
Aunque
yo no soy Borges, no tengo su maestría, su capacidad de síntesis, ni tampoco
esos ojos que pueden ver a todo el espacio cósmico dentro de un punto de dos o
tres centímetros. Pero hace poco tuve un sueño. No se trataba de un punto. No
era Constitución, era el Abasto. Tampoco era una escalera en un sótano. Era un
muro en una calle, una pared pintada de azul y amarillo. En esa pared,
aparecían escritas unas cuantas palabras.
En
el sueño, un pajarito que daba vueltas por ahí, de nombre Osvaldo, me sugirió
que mire bien fijo a la pared, que intente recordarla, porque esas palabras
eran todas mis palabras, todos mis poemas, mi propio Aleph. No se trataba del
universo entero, pero sí de mi singular universo completo. El problema es que
después uno se despierta, y olvida ciertas cosas.
Por
ahí este libro, La vida suspendida, no es más que un intento por
recordar la pared de mi sueño. O por ahí es más fácil, y simplemente escribo tonta poesía para hacer
algo con el tiempo.
¿Y
por qué poesía y no otra cosa? Sin contar a las hormigas y las plantas, la
mayoría de los que hoy estamos acá somos humanos, somos lenguaje. Y los humanos
nos comunicamos con palabras. Y si se trata de palabras, entonces que sean
tiernas palabras, pura cursilería. Porque como dice mi amigo Dieguito Materyn,
entre la comodidad de la ironía o el riesgo de la cursilería, yo elijo lo
segundo. En este mundo posmoderno, elijo, deliberadamente y a conciencia,
apostarle a la ternura.
¿Y
por qué otro libro? ¿Para qué? En un reportaje, a Woody Allen le preguntan por
que sigue haciendo tantas películas a su edad. Y Woody responde: a mi me
gusta hacer películas. Lo que sé hacer es hacer películas. Algunas van a ser
mejores, otras menos, pero a mí me gusta hacer películas, entonces hago
películas.
Y
a mi me gusta escribir libros. Y voy a seguir escribiendo libros. Alguno será
más logrado, otro menos. Pero es una de las formas que yo encuentro para que el
tiempo aparezca.
Andrés Lewin, Buenos Aires, Diciembre de 2013